Detrás de
las rejas de la ventana de su living, lo primero que le molestó fue ver a los vecinos
de enfrente disfrazados de gauchos y a los de al lado de los Beatles. Sí hubiese
podido, también habría estado ahí afuera pero esa herencia maldita (no la del
juego de de sillas de roble, el sillón capitoné y el piano de cola negro que
estaban a su espalda, sino el legado invisible de todo eso) lo llevaba a odiar
cualquier cosa que se pudiera interpretar como el vuelo de un pájaro.
Recordó, casi sin darse cuenta (porque sus pensamientos siempre
estuvieron guiados en una especie de riel, aunque nunca lo supo), una
visita a los veinte años al pueblo de un amigo de la facultad en una noche de
febrero, los colores opacos de un carnaval organizado con poca plata y el
blanco encandilante de la espuma con la que le mojó la cara a una chica pelirroja.
Quizás fue la salida más feliz de su vida, aunque una vez, cuando le
preguntaron cómo la había pasado, la describió con las palabras de un
antropólogo.
Por eso mismo, asomado tras las rejas, miró ahora esa kermés con el
pesimismo de quien espera la peor tormenta. No respondió al saludo del falso
George Harrison, ni se rió con un desconocido que pasó envuelto en papel higiénico
simulando ser una momia. Agitó la mano, como queriendo expulsar el humo de la
choripaneada que estaba entrando a su casa, y después cerró la ventana y el
postigo.
Como de costumbre, la noche lo encontró entonces tomando un vaso de whisky
en la penumbra del living. Afuera sonaba una cumbia que no conocía pero descifró triste, cuando levantó la cabeza y vio enmarcada una foto sin colores
de sus abuelos. Lo asombró que detrás de sus gordas y sonrientes caras de
principios de siglo se podía distinguir el piano de cola, algo en lo que nunca
había reparado. Entonces siguió bebiendo hasta quedarse dormido. Se soñó en
blanco y negro, y adentro de un cuadro.
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