jueves, 23 de marzo de 2017

Encierro

Detrás de las rejas de la ventana de su living, lo primero que le molestó fue ver a los vecinos de enfrente disfrazados de gauchos y a los de al lado de los Beatles. Sí hubiese podido, también habría estado ahí afuera pero esa herencia maldita (no la del juego de de sillas de roble, el sillón capitoné y el piano de cola negro que estaban a su espalda, sino el legado invisible de todo eso) lo llevaba a odiar cualquier cosa que se pudiera interpretar como el vuelo de un pájaro.
Recordó, casi sin darse cuenta (porque sus pensamientos siempre estuvieron guiados en una especie de riel, aunque nunca lo supo), una visita a los veinte años al pueblo de un amigo de la facultad en una noche de febrero, los colores opacos de un carnaval organizado con poca plata y el blanco encandilante de la espuma con la que le mojó la cara a una chica pelirroja. Quizás fue la salida más feliz de su vida, aunque una vez, cuando le preguntaron cómo la había pasado, la describió con las palabras de un antropólogo.
Por eso mismo, asomado tras las rejas, miró ahora esa kermés con el pesimismo de quien espera la peor tormenta. No respondió al saludo del falso George Harrison, ni se rió con un desconocido que pasó envuelto en papel higiénico simulando ser una momia. Agitó la mano, como queriendo expulsar el humo de la choripaneada que estaba entrando a su casa, y después cerró la ventana y el postigo.
Como de costumbre, la noche lo encontró entonces tomando un vaso de whisky en la penumbra del living. Afuera sonaba una cumbia que no conocía pero descifró triste, cuando levantó la cabeza y vio enmarcada una foto sin colores de sus abuelos. Lo asombró que detrás de sus gordas y sonrientes caras de principios de siglo se podía distinguir el piano de cola, algo en lo que nunca había reparado. Entonces siguió bebiendo hasta quedarse dormido. Se soñó en blanco y negro, y adentro de un cuadro.