martes, 2 de julio de 2013

Sobre el silencio y la magia

I

Ante sus amigos y familiares, mates en la puerta de por medio, Lázaro se jactaba de saber los secretos más crudos de la magia. Decía que todos los trucos tienen una solución y que se pueden descubrir si se presta verdadera atención. La magia es tan falsa como el silencio, repetía. Los hacía callar a todos y señalaba el motor de la heladera, un grillo en el cantero, los pasos de un vecino o la respiración agitada del gordo José Luis.

II

Dicen, los que estuvieron en su última actuación, que una luz los encegueció ni bien se metió detrás del biombo. Que salió humo blanco desde arriba. Que la galera apareció en escena flotando, como si la tuviese puesta un hombre invisible, y cayó como una pluma a los pies del hijo de Benavídez que en ese mismísimo momento quedó sordo, lo saben todos.

Después, lo llamaron, le gritaron; corrieron el biombo, lo dieron vuelta y sacudieron. Lo buscaron los bomberos, en la casa, en el barrio, en la ciudad; la policía, en el bosque con linternas y perros que olfateaban. Que traficaba drogas, que tenía otra familia, que simplemente se había esfumado fue tapa y contratapa de los diarios locales, página 2, 3, 4, 5 y recuadro. En la radio, recordaron el asunto cada media hora, cada una, cada 24, una vez por semana. Apagaron el micrófono, hasta que lo olvidaron. Hicieron silencio.

III

Ahora, en las noches serenas y sin viento, cuando la calma y la neblina parecen haber ganado todas las calles, sus amigos salen a buscarlo entre sueños por los rincones más extravagantes del pueblo: la vieja estación, la estancia abandonada, el arroyo seco y la esquina del bar Inglés. Pero, como por arte de magia, cuando despiertan con una pequeña briza o el ladrido de un perro a lo lejos, todos vuelven a sus camas rengueando como zombies y gritando que el silencio no existe.

El hijo de Benavídez, en cambio, que conoció la magia cuando quedó sordo, cuenta la historia en la apertura de cada actuación. Sostiene la galera con el brazo izquierdo y repite incansablemente que el silencio existe y la magia también.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Más allá, todos los colores caían en el agua


Paula empezó a juntar las cañas porque vio algunas nubes que manchaban el cielo y sintió ese olor a tierra que tanto le gustaba. Se ató el pelo y repitió varias veces que iba a llover, que debían levantar campamento. Sacudió las migas del mantel y lo guardó en la caja de la camioneta con la pelota de fútbol y la frazada con la que se habían tapado la otra noche; después los cubrió una la lona de plástico. Vació el mate en las brasas, lo limpió con agua de la laguna y lo colocó con el termo, algunos restos de carne y los envases vacíos en la portátil.

Tirado en el pasto de espaldas, pero escuchando cada movimiento, Julio abrió la última botella de cerveza con los colmillos y la empinó hasta la mitad sin pausa, como un animal sediento. Estaba cansado por el picadito de fútbol y la pesca, y algo más borracho por el vino y el vodka. Después se limpió la boca con la manga del pullover blanco y se recostó para mirar al cielo, abriendo los ojos con el desgano placentero de los que esperan que los demás hagan. Cuando los cerró, sus pensamientos divagaron entre la borrachera, la botella por la mitad, una pregunta que le había hecho Paula acerca de sus ilusiones en la vida junto al fuego la otra noche, su alma y su sombra.

Bajo el árbol más cercano a la laguna, donde habían acampado unos metros más allá, Yoni, el tercero de ellos, alto y flaco como un jugador de básquet desnutrido, se desprendió la bragueta del jean para disfrutar el quinto meo de la tarde.

- Vamos a ver quién es el palo más borracho - dijo, mientras se apoyaba tambaleando, pero nadie lo escucho. Julio, porque ya dormía como un gato en el sofá y Paula porque en ese momento intentaba arrancar camioneta.

Al rato, después de los bocinasos, cuando ya estuvieron los tres arriba, dialogaron todos por primera vez en dos horas. Yoni dijo que se sentía cómodo adelante, que no podía viajar más en los asientos de atrás porque terminaba con la espalda curva como un camello.

- Como el de Camel - dijo Julio riendo - ¿tenés un pucho?

Paula, sin quitar la vista de enfrente, sacó una mano del volante para agarrar los cigarrillos que estaban en la cartera y pasárselos a Julio. Después le pidió a Yoni que acomode el espejo de la derecha. “El de la derecha”, gritó cuando el otro quiso pasarle por encima. Discutieron sobre la ubicación correcta hasta que terminó frenando al costado del camino para situarlo a su gusto. Estaba malhumorada, un poco por el estado de sus compañeros y otro por la llovizna; un poco porque era domingo y los otros no se habían enterado o no les importaba, como casi todo, como casi nada. Afuera, estiro las piernas y simuló peinarse en el espejo para que Yoni riera "como un idiota", pensó.

Cuando volvieron a arrancar los ánimos de Paula estaban algo renovados pero fue en ese momento en que Julio empezó con lo del arco iris. Primero se quedó mirando por la ventanilla con la boca abierta, como si estuviera gritando un gol, a punto de babear; después hizo un comentario sobre la infinidad de colores y finalmente dijo lo que sería desencadenante:

- Frená, se ve el final.

A Paula le causó gracia porque le pareció la observación de un niño, la fantasía de alguien que espera que el mundo lo sorprenda cada día. Sabía de la racionalidad radical de Julio, su coraza, su jaula, y su impulso obsesivo por explicarlo todo, y eso lo hacía más cómico. Levantó la mirada por el espejo retrovisor para verlo, ahora con el mentón apoyado en las manos, el cigarrillo en la boca, los cachetes colorados y los parpados caídos, pensó en la resaca que tendría al otro día. Yoni lo tomó un poco más enserio.

- ¿A dónde?

- Allá, cerca del muelle – señaló con el índice.

Por un rato más Paula no se inmutó. Esta vez era Julio quien miraba sus ojos claros en el espejo retrovisor. Imaginó que ella pensaba en que él no servía para nada. Bajó la cabeza y pensó otra vez en la pregunta que no había podido responder la noche anterior, aquella acerca de los objetivos, y también en la ilusión de Paula de vivir en el campo ordeñando vacas, en su trabajo en la veterinaria y sus estudios para ser bióloga. Volvió a levantar la mirada y se encontró con ella en el espejo. Se preguntó que hacía una chica así pasando el fin de semana con dos jóvenes sin brújula. De repente se sintió algo descompuesto.

- Podemos frenar.

Cuando se apagó el motor de la camioneta por segunda vez y los tres estuvieron en la costanera de frente al fenómeno, llovía a penas pero el cielo estaba más oculto y la laguna movida. Más allá, todos los colores caían en el agua. Según Julio, el final estaba a no más de 500 metros.

- También puede ser el principio – dijo Paula y sonrió a medias.

Yoni aprovecho la parada para volver a mear. Esta vez lo hizo en la laguna mientras observaba su reflejo y el de sus compañeros en el agua. Se sintió algo ridículo parado ahí, bajo la lluvia, ebrio, mirando el final de un arco iris; tal vez porque era más simple que los otros, tal vez porque la noche anterior había dormido.

- Vamos, es tarde – propuso, pero Julio ya estaba con el dorso desnudo, con el patalón arremangado y los talones en el agua.

- Vamos – insistió.

Julio dio cinco pasos y se zambulló. Desde la costa lo vieron flotar pataleando hasta los doscientos metros, sumergirse por veinte segundos, y volver a salir media cuadra más allá para nadar un rato ante el tenue pero persistente oleaje. Después lo perdieron de vista, la salida esporádica del sol los encandilo y el arco iris se deshizo. En el agua, la última brazada antes de que la ilusión desaparezca fue desesperada y acompañada de un grito desgarrador, digna de un buen final que nadie presenció.

Una hora y media después, cuando arribó en el lanchón de los bomberos a la costa con principio de hipotermia, Paula lo esperaba fumando.

- Se me escapó – atinó a decir.

- Así son las ilusiones – respondió ella.

Cuando la sirena de la ambulancia se dejó de escuchar, recién Paula arrancó la camioneta. Miró el ocaso por la ventana y pensó en que mañana era lunes. A su lado, Yoni roncaba como un bebé.