
La encontré, bajé desde los ojos hacia una sonrisa roja, quieta. Quietos. Los demás, apurados. “23 de diciembre” reflexioné en alto: “parece que el tiempo los corre, que deben cumplir con algo antes de que termine el año”.
-¿Y vos?
- Sí, claro – contesté rápido y pensé en el bunker, en la construcción del bunker. Bajó la cabeza y antes de tener que responder a la misma pregunta, agarró uno de mis dedos y culminó: “te re comés las uñas”. Risas, bunker.
Entonces entró a escena el chico, no más de diez años. No sabía hablar. No, no, peor aún: no podía hablar. Mejor digamos y esto seguro: no habló ¿Si dijo? Sí, mucho. Se paró frente a nosotros y tembló fuerte. Lo observamos. Abrió los ojos bien grandes y nos miró sin vernos (al menos eso me pareció). Estaba perdido, tenía tierra en la cara, un agujero en el pantalón a la altura de la rodilla y un papel escrito pegado en el pecho, quise leer pero se dio vuelta rápido, caminó hacía el monumento de San Martín y gritó en silencio. No supe ayudar. No, no, peor aún: no pude ayudar. Mejor digamos y esto seguro: no ayudé ¿Qué dije? No mucho.
Giré la cabeza y busqué su mirada, bajé a su boca y encontré una sonrisa pintada con carbón.
- ¿Qué decía el papel? - pregunté.
- No hay bunker