No sabía hablar. No, no, peor aún: no podía hablar. Mejor digamos y esto seguro: no habló ¿Si dijo? Sí, mucho.
Sentados en el banco, éramos un coro de risas. Ella jugaba con mi mano, estirando los dedos, contándolos. Yo con su mirada, encontrándola, esquivándola. La plaza, después del mediodía, funcionaba como lugar de paso. El sol posaba fuerte sobre la cabeza de los transeúntes que caminaban con caras de agobio, de esfuerzo, de quiero vacaciones. Señores de traje, señoras paquetas con paquetes miraban al banco, a nosotros, al árbol visera que nos cubría. Un refugio, un escape del mundo, un bunker pensé y ella dijo que la ponían histérica esos tipos, con aires de empresario, pegados al celular.
La encontré, bajé desde los ojos hacia una sonrisa roja, quieta. Quietos. Los demás, apurados. “23 de diciembre” reflexioné en alto: “parece que el tiempo los corre, que deben cumplir con algo antes de que termine el año”.
-¿Y vos?
- Sí, claro – contesté rápido y pensé en el bunker, en la construcción del bunker. Bajó la cabeza y antes de tener que responder a la misma pregunta, agarró uno de mis dedos y culminó: “te re comés las uñas”. Risas, bunker.
Entonces entró a escena el chico, no más de diez años. No sabía hablar. No, no, peor aún: no podía hablar. Mejor digamos y esto seguro: no habló ¿Si dijo? Sí, mucho. Se paró frente a nosotros y tembló fuerte. Lo observamos. Abrió los ojos bien grandes y nos miró sin vernos (al menos eso me pareció). Estaba perdido, tenía tierra en la cara, un agujero en el pantalón a la altura de la rodilla y un papel escrito pegado en el pecho, quise leer pero se dio vuelta rápido, caminó hacía el monumento de San Martín y gritó en silencio. No supe ayudar. No, no, peor aún: no pude ayudar. Mejor digamos y esto seguro: no ayudé ¿Qué dije? No mucho.
Giré la cabeza y busqué su mirada, bajé a su boca y encontré una sonrisa pintada con carbón.
- ¿Qué decía el papel? - pregunté.
- No hay bunker